Hoy, 19 de octubre de 2017, cumplió un mes Mila Alanna. Nació unos pocos minutos antes del sismo que hirió la Ciudad de México el pasado 19 de septiembre. A su mamá, Karla, se le humedecen los ojos cuando describe cómo fue la llegada al mundo de su segunda hija, sobre todo porque está llena de gratitud con la vida.
Alanna no estaba programada para nacer ese día, ni a Karla le correspondía atenderse en el Hospital General de Zona 1A Venados del Instituto Mexicano del Seguro Social. Pero el destino las llevó a estar ese martes a las 13:14 en el quirófano de urgencias del nosocomio.
Karla había tenido un sangrado matutino y en su clínica de adscripción, la 32, ubicada en calzada del Hueso, en Coapa, le habían dicho que no la atenderían en caso de una emergencia pues el área se encontraba en remodelación.
Así fue como llegó a Venados, nerviosa por sus malestares de parturienta. La doctora Cynthia Elizabeth Pérez Ramírez, en cuanto la revisó, supo que no podía demorarse en hacerle una cesárea: había perdido líquido amniótico y la bebé tenía el cordón umbilical enredado en el cuello.
Con más de 5 mil partos en su historial como cirujana y ginecóloga, para Pérez Ramírez, sería una operación de rutina. Pero justo cuando terminó de dar la última puntada para cerrar el vientre de Karla, comenzó la sacudida.
La primera reacción de Elizabeth fue abandonar el quirófano y ponerse a salvo. Siempre lo ha dicho: un médico sirve más vivo que muerto, sobre todo si el temblor “pasa a mayores”, pues ella, que era estudiante de secundaria en 1985, recuerda perfectamente la tragedia ocurrida entonces y no se fía de ningún sismo.
Pero Alanna lloraba de hambre dentro de la incubadora. La cama donde se encontraba Karla se comenzó a mover con furia, y los compañeros que la habían asistido en la cesárea, la anestesióloga Sandra López y el médico residente Jesús Arturo Martínez, la miraban expectantes, como si Elizabeth tuviera la respuesta a la incertidumbre que provoca el miedo.
Karla estaba tranquila, anestesiada de la cintura para abajo. Cansada pero radiante, como cualquier madre que escucha el primer grito de su hijo recién nacido. El sismo era lo de menos. Su bebé estaba completa, sana, viva. La duración y la intensidad del terremoto le parecieron cosa de nada, un parpadeo, quería ya abrazar a su pequeña.
Quizá fue la serenidad de esa madre que había tenido un parto feliz, o la urgencia de Alanna por comer, por vivir, lo que hizo que la doctora Pérez Ramírez se quedara en su puesto y dijera “tranquilos, tranquilos”, aún sin creerlo.
Equipo médico, frascos, estantes, aparatos, cayeron al piso. Elizabeth sostenía la cama de Karla, la incubadora, el alma de Sandra y Jesús Arturo. “Tranquilos, tranquilos, ya está pasando”, repetía, mientras veía las paredes convertidas en láminas de papel y pensaba que el edificio no iba a resistir, que no estaba pasando, que seguía, seguía.
Por eso decidió sacar a Alanna de la incubadora, y tenerla en brazos mientras se calmaba el mundo. En todo caso, correría para salvarse ambas.
Cuando amainó el movimiento telúrico, Elizabeth envolvió a la niña en una sabanita y se la entregó a Karla. Pidió a sus compañeros –que estaban llenos de valor, admirando a su cirujana en jefe–, que ayudaran jalar la camilla para sacar a la madre y su bebé, llevarlas a un lugar seguro y comenzar la evacuación de más pacientes.
Alanna lloraba más fuerte, abría su boquita, buscaba. Karla, débil y mareada, un poco por la anestesia y quizá por el sismo, nunca imaginó la magnitud destructiva del temblor.
Afuera ya del edificio, Karla abrazaba con fuerza a su pequeña. Sin poder mover las piernas, solo con el empeño de su instinto materno, giró el cuerpo para acomodarse y comenzar a amamantar a su hija.
La niña dejó de llorar y la joven madre pudo escuchar al fin las sirenas de las ambulancias y patrullas, el sonido de los helicópteros, el caos. Le pareció estar en un sueño, que nunca llegó a ser una pesadilla porque tenía a su preciosa cachetona a su lado. La tranquila respiración de la pequeña hizo eco en la de su mamá.
Casi anochecía cuando apareció la abuela de Alanna, quien se había tardado horas en encontrarlas. La señora quizo abrazar a Karla pero ella levantó la sabanita y le mostró a la niña. La abuela rompió en llanto, conmovida, nadie le había informado que la bebé ya había nacido.
Fue entonces que Karla se enteró del desastre que había ocurrido mientras ella se convertía de nuevo en madre. Preguntó por su esposo Omar Iván. Él había ido a buscar y cuidar a su otra hija de nueve años. Todos en casa bien, sanos y salvos, vivos.
Karla se dedicó las siguientes horas a velar por Alanna. En algún momento le dieron de comer, en algún momento la llevaron a otro lugar, quizá al estacionamiento, o a la escuela de enfrente del hospital, y alguna enfermera bañó a la pequeña. Conversó con otras recién paridas, todas junto a sus bebés, entre felices y confundidas pues les llegaban pocas noticias de la catástrofe de afuera.
Al día siguiente, cuando la doctora Pérez Ramírez pasó a revisar la herida de Karla, hubo una alarma de fuga de gas. Debían evacuar la zona donde se encontraban. De nuevo la cirujana tomó en sus brazos a Alanna, mientras a Karla la llevaban en silla de ruedas.
Pero no había miedo, Elizabeth y Karla hasta se dieron un tiempo para imaginar la cantidad de aventuras que vivirá la pequeña Alanna, pues “¡vaya que le gustan las emociones fuertes!”
Fue hasta el jueves cuando dieron de alta a Karla, el mismo día que su esposo conoció a su chiquita, y lloró al abrazarlas, como lloraron y siguen llorando todos los familiares y amigos que celebran con la familia Segura Manilla el nacimiento de Alanna, quien también se llamará Mila, para recordar la palabra “milagro” y esa serie de circunstancias que arroparon su nacimiento, cuando la tragedia le pasó rozando, sin alterar la ternura y la esperanza que se siente al mirar a un bebé recién nacido sano, fuerte, completo, vivo.