Por: Jesús Olmos
Un hombre de más de 60 años de edad, llega al velorio de su amada tía. Lo reciben, el silencio, el abrazo incómodo, e incluso, la tristeza de la familia en duelo hace un hueco en el estómago a su paso.
Ese hombre, con una considerable ausencia de pelo, camina hasta tomar una silla sin un ápice de luz en sus ojos. Avanza con una vestimenta en tonos claros, como pidiendo calma, como llamando a la paz. Su camisa en blancos y pasteles hace recordar los cientos de marchas que han ocurrido en México desde que Felipe Calderón decidiera declarar la guerra al narcotráfico y explotara una guerra de guerrillas contra la inseguridad.
Un día, el hijo de este hombre, decidió salir a la calle para vender un automóvil tras previo acuerdo con un desconocido y jamás regreso, nuestra tierra lo devoró quizás en el camino de retorno a casa.
Todas las mañanas, desde la ladera del cerro donde su ubica su hogar, un hueco anida en el desayunador, recorre el comedor hasta el cuarto en el fondo y se acuesta a dormir donde cada noche su hijo menor llegaba a culminar el día. Ya con la luz apagada, el hueco pasa del cuarto del fondo a su recámara y se recuesta junto a él, lo abraza, lo escucha sollozar, le limpia las lágrimas, lo calma, le da calor y lo manda a soñar en que algún día se volverán a reunir.
Quizás un día se levantó y aceptó, como se vive un duelo interminable, que su muchacho, el tímido delgado que decidió acompañarlo en su vejez, se volvió uno más de los desaparecidos de este mar de lágrimas en que se ha convertido México.
Hasta septiembre de 2017, se tiene contabilizada la cifra de 32 mil personas que no encontraron regreso al hogar, según reportes oficiales, y otros tantos fuera del registro que tampoco han tenido despedida. Más de 32 mil almas que se perdieron en el camino de regreso, para los que no habrá adiós, ni rezo, ni aceptación del duelo, ni flores, ni despedida, ni un entierro, ni una idea de lo que vivieron.
Me parece imposible de soportar el dolor de asomar la mirada cada mañana y mirar a otros que, como este señor calvo, perdieron un ser querido. Cualquier fortaleza flaquea al ver a madres buscando a sus hijos entre cientos de huesos, a primos o hermanas postrados en las inmediaciones de una Fiscalía, a padres exigiendo el derecho a reconocer si aquella pequeña parte humana corresponde al ser perdido.
Aquella mirada extraviada se me quedó en la cabeza, cubrió mi tristeza, la de los que quiero y me quieren, entendí el dolor ajeno en medio del dolor propio. Fue fulminante.
La soledad que reflejaba, la ausencia de fe, la desesperanza, imaginé las noches de desvelo, la espera interminable, la escaza posibilidad de poder despedirse como nosotros lo hacíamos en ese funeral, de un ser tan entrañable como el hijo de sus amores. Comprendí.
Aquella noche de despedida de la abuelita, estábamos ante la posibilidad de mostrar, en un último adiós, el amor que le tuvimos en vida. Mientras eso ocurría, en una silla de la quinta fila de la sala, este señor lanzaba un sentido rezo al cielo, quizás pidiendo que un día no muy lejano, alguien ponga fin al calvario de miles de historias como la de su flaco tímido.