Por: Jesús Olmos
Fueron largas las caminatas de dos mujeres, por pueblos ubicados al norte y sur de la capital en donde echaron raíces. Entre 1930 y 1950, el mundo escribía una de sus páginas más horrendas de exterminio y estas mujeres páginas de libros de lucha contra el ‘status quo’.
La vida se pasaba entre caminatas en medio de cerros y barrancos, algunas veces eran a caballo otras pasaban 6, 8 o 10 horas caminando a diario. El tren apenas comenzaba a llegar a la región. El estado y la justicia la implantaba el que tenía el fusil y los hombres prestos a la lucha. Las pistolas daban seguridad y la infancia se pasó entre conflictos de revolución y guerra religiosa, a veces ocultándose de los ejércitos contrarios que llegaba a arrasar comida, dinero, la vida o la virtud.
Las jefas de familia que crecieron en la primera mitad del siglo pasado, se formaron a base del golpe duro de la tierra, se labraron con rebozos y bolsas de hilo para hacer el mandado, marcaron su piel morena con los pequeños pies y manos del futuro. Implantaron una sazón que perdura hasta nuestros días y crearon generaciones de hombres y mujeres enternecidos con el dolor del prójimo.
Las mujeres de mitad del siglo pasado cuentan historias con memoria fotográfica, hablan de Dones y Doñas respetables, gente con el honor de sus actos. Traducen la imaginación que despertaba en ellas la radio, conservan en su hablar vestigios de otras épocas, saben del viento suave de otoño y del golpe duro del invierno.
Toda una generación no habría crecido intentando ser personas de bien, mostrando su solidaridad ante las ruinas de la casa del otro sin ese legado de honorabilidad y entrega constante de toda una generación de mujeres que nos educaron con el plato de sopa, el angelito en la mesa, la chancla, los cacahuates, la cerveza, el silbido o gritando todos los nombres que se les hubieran ocurrido antes que el nuestro.
En mi caso, crecí junto a dos inmensos robles. La palabra tierna, la caricia y la menudita presencia de mi abuelita materna, una mujer espiritual, de hombros encogidos y decisiones fuertes. Su perfil era contrastante con el brazo fuerte y la voz consonante de mi abuelita paterna, una matriarca en toda la extensión de la palabra, ávida en la cultura del esfuerzo, su amor y dedicación para sacar adelante a los suyos. El par de mujeres so, junto a mis papás, los grandes amores de mi vida.
Uno no se hace persona de bien, sin ese universo contrastante de historias y épocas que nos parecen desconocidas y que, aunque no están presentes físicamente, conocimos en medio de relatos salidos de películas que vimos una y otra vez retratadas en el cine de oro.
Ellas vivían en una realidad lejana a la vida de las grandes urbes de este siglo, sin embargo, cada mañana su guía indestructible hace más falta a una sociedad partidaa y encolerizada como la nuestra actualmente.
Mujeres de hoyas de barro y cazuelotas, que se escondieron en huecos entre la tierra para evitar ser robadas, que cruzaron veredas y caminos en tonos verdes y naranjas con sus hijos a cuestas. Mujeres que lo dieron todo y más por sus ideas y su educación. Mujeres con historias de caminatas largas, algunas veces a caballo cuando apenas llegaba el tren. Mujeres entregadas a dios, a sus creencias y a sus ancestros, por las que muchos conocimos las tonalidades del amor y la fortaleza. Mujeres como mis abuelitas, a quienes una pequeña radio en un patio de vecindad la vida hizo que se encontraran.