EL PAÍS
El cantautor Luis Eduardo Aute ha fallecido a los 76 años en un hospital madrileño. Después de sufrir un grave infarto en 2016 ―que lo mantuvo dos meses en coma―, se había retirado de los escenarios. Tras pasar diversos periodos de convalecencia, vivía en su domicilio atendido por sus familiares.
En diciembre de 2018 recibió un homenaje multitudinario en el que participaron numerosos artistas como Víctor Manuel, Jorge Drexler, Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat, o Joaquín Sabina entre otros. Era algo más que un músico para la España democrática, la misma que creció con sus canciones y se educó con su sensibilidad transgresora y su visión exigente de la realidad. Era la voz más emotiva de la España de la Transición, un fabulador fundamental que, en sí mismo, era una fábula: porque el pintor que nunca se imaginó como músico acabó siendo uno de los cantautores más reconocidos y reconocibles de la música popular española, todo un símbolo de las confesiones sentimentales.
Nació en 1943 en Manila, en plena contienda de la Segunda Guerra Mundial. La ciudad se hallaba devastada por los combates entre las tropas filipinas y los invasores japoneses, que perpetraron todo tipo de masacres. Aquel niño llamado Luis Eduardo Aute, que estudiaba inglés en la escuela, hablaba español en casa y tagalo en la calle, creció rodeado de catástrofe. Hijo de padre catalán y madre filipina, hija de españoles, al pequeño le gustaba refugiarse en el dibujo y el cine (con el tiempo, hasta dirigió una película de animación dibujada por él, en 2001: Un perro llamado Dolor), pero eso no quitó para que hiciese mucha vida en la calle cuando, acabada la gran guerra, la ciudad intentó recuperar el pulso y reconstruirse con ayuda del dinero estadounidense. En Manila aprendió a ser un chaval inquieto aunque retraído y tímido, un chico al que con 11 años Madrid le pareció una urbe gris y triste, mojigata y monacal, cuando su familia se mudó a vivir a España.
La última fábula que le gustaba contar a Aute tenía como protagonista un girasol insumiso. Lo hacía llamar el Giraluna, un girasol que, a diferencia del resto, decidía no agachar la cabeza por la noche y aguardaba la llegada de la Luna. Cuando el cielo se fundía en negro, este girasol conocía la Luna y las estrellas y, bajo el efecto de esa luz pura en plena oscuridad, era recompensado con una sagacidad y lucidez especiales por su fe, curiosidad y criterio propio. El Giraluna, ese elemento disidente y diferenciador entre la caterva, podía ser el propio Aute, el juglar político, el cantautor de inmensas canciones de amor, el poeta de lo cotidiano, el artista plástico, el amante del cine, el sutil soñador y el anciano de verbo perspicaz e indignado por los desajustes de un mundo siempre desajustado.
A los 16 años ya era pintor y exponía sus primeras obras, pero fue en la música donde, por casualidad, despegaría con fuerza su carrera artística, aun cuando no le gustaban los escenarios. Fue su padre, su “adorado padre” al que el músico no dejó nunca de recordar en entrevistas y charlas, el que le regaló una guitarra cuando estaba en bachillerato. Aute, que se había nutrido de música y cine anglosajones en sus años en Filipinas, se aficionó aún más al rock and roll al escuchar Caravana musical de Ángel Álvarez en la radio. Tocó la guitarra acústica en grupos colegiales, en los que dio rienda suelta a su gusto por Elvis Presley. A su regreso del servicio militar en Cataluña, sin abandonar la pintura e influido por un viaje a París donde conoció los nuevos sonidos franceses representados en Jacques Brel o Serge Gainsbourg, escribió sus primeras canciones. Una de ellas, Rosas en el mar, sería un éxito en la interpretación de Massiel. Mari Trini y Rosa León también lucieron en sus voces sus estampas sentimentales.
Eso le llevaría a publicar en 1967 su primer disco, Diálogos de Rodrigo y Ximena, en el que, influido por el primer Bob Dylan, mostraba un cantautor introspectivo pero también crítico con el mundo que le rodeaba. Con mejor acabado editó un año después, 24 Canciones Breves, un álbum de un perfil más existencialista, marcado por la separación de sus padres y en el que el compositor, que se acababa de casar con Maritchu Rosado –su esposa hasta su muerte–, dejaba ver su particular exploración del universo femenino.
Pese al éxito, vio su aventura musical como algo temporal, intentando dedicarse a la pintura y la poesía. Desencantado con la industria discográfica, pensó en retirarse de la música tras la salida de 24 Canciones Breves, pero en los primeros setenta publicó una fabulosa trilogía discográfica formada por Rito (1973), Espuma (1974) y Sarcófago (1976). Conocida como la trilogía de Canciones de amor y de muerte, Aute, que en aquellos años también compuso bandas sonoras para películas de Jaime Chávarri o Fernando Fernán Gómez, se erigió como un maestro de la sátira social, dueño de un verso libre y expresionista, desbordante de sarcasmo ante las injusticias sociales. Y no sólo eso: maravilló –especialmente en Espuma– por su erotismo, desplegando armas líricas novedosas en composiciones que no trataban a la mujer como un mero artículo. Sería una constante en su carrera y en su mejor obra: en sus canciones el amor no seguía un esquema rígido y superficial, tan propio del pop. De esta forma, en aquella España con el franquismo aún presente, temas como Anda, Nana a una niña fría, Sólo tu cuerpo o Lentamente eran toda una transgresión contra morales obsoletas y sensibilidades caducas.
Muchos aprendieron a amar a través de las canciones de Aute, que sin buscarlo se convirtió en un representante de la Nueva Canción Castellana, un joven talento que compartía espacio y visión con el grupo Canción del Pueblo formado por cantautores como Hilario Camacho, Elisa Serna o Adolfo Celdrán. Pero 1978 fue su año clave. Ofreció su primer concierto durante un acto del sindicato de la CNT en la ciudad de Albacete y publicó Albanta, su disco más emblemático, donde poetizaba el rayo de esperanza de la nueva España democrática. Este álbum, que contó con los arreglos de Teddy Bautista, guardaba su himno Al alba, una canción sufriente y de desamor que compuso al hilo de la brutal coyuntura de los últimos condenados a muerte del régimen franquista. Pero contenía más joyas de ese pensamiento insumiso como Anda suelto satanás, Digo que soy libre o A por el mar. Su camino de errante idealista y díscolo, que también había iniciado a su manera Joan Manuel Serrat, más tarde sería el horizonte en el que se fijaría Joaquín Sabina.