Por: Chucho Olmos
El 18 de noviembre de 2016, se inauguró el remodelado Estadio Cuauhtémoc, que ampliaba su aforo de 41 a 52 mil espacios para los aficionados a la Franja. Ese día me mudé a Puebla. Había decidido, sin hacerlo del todo, cambiar mi lugar de residencia como lo han hecho unos 19.8 millones de mexicanos que residen en una entidad diferente a la de su nacimiento o como alguno de los 3.2 millones de estudiantes que se encontraban en esta misma situación.
Llegaba a una nueva ciudad, un nuevo clima, a conocer gente, en un nuevo espacio laboral, con novedosa comida, nuevas oportunidades, nuevos sueños y poco a poco encontraría, como dice Chavela Vargas, uno de esos sitios donde amar la vida.
Recorrí sus calles a pie (como creo que se debe) y sonreí ante la arquitectura y el orden plenamente conservado. Entre todo ese resplandor, el legado católico me dejó maravillado. Miré la imponente Catedral, la enigmática Iglesia de Los Remedios ubicada encima de la Pirámide de Cholollan. Admiré las pinturas mágicas de la Iglesia de San Francisco, me dejé impresionar por el brillo de la Capilla del Rosarioy el barroco de la Iglesia de Santo Domingo, al tiempo que me enmudeció la elegancia del Templo de la Compañia. Sin embargo, fue hasta un 10 de mayo en busca de un resquicio del alma de una madre, que un enigma histórico y una creencia familiar me llevaron al incomparable Templo de Santa María Tonantzintla.
En medio de una feria multicolor, caminé por sus empedradas calles, hasta llegar al atrio, rodeado de expresiones culinarias, pintorescas, musicales y sociológicas, de un pueblo basto de sí mismo. En el lugar, una pequeña fila era anunciada por jóvenes, en cuyas manos quedaba el cumplimiento de las normas internas. Ya dentro, un coro de angelitos alababa a la divinidad representada en piedra, al tiempo que una chica me miraba con sospecha cuando me descubrió sentado en una banca presto a admirar pliego por pliego, cada hendidura, cada rasgo, cada matiz, postrado en los relieves de la piedra de las paredes.
Sentí una alegría casi burlesca cuando algunos de los visitantes de aquella ocasión fueron impedidos para llevarse en fotografía un recuerdo de aquella peculiar y divina pieza religiosa. La imagen del interior del Templo de Santa María Tonantzintla no se lleva en un dispositivo con 16 GB de almacenamiento, no cabe en ningún objeto de última generación, es imposible de capturar y mostrar a plenitud el contacto con lo eterno que te hace sentir. Recorrí con la mirada, sonreí un par de veces, admiré los rostros, me dejé impresionar por la constancia de su trazo, callé lo necesario para escuchar los zapatos que entraban y las zapatillas que se alejaban de ahí. La vi.
El clic fue inmediato. Su nombre María y su apellido ‘Nuestra Madre’, su affair con la luna, la exuberante decoración con motivos indígenas le dieron un sello propio en mi vida. De ahí me llevé una imagen del Popocatépetl que observo cada día en mi sala.
El 19 de septiembre fue uno de los primeros lugares que investigué su estado; la respuesta, desolación. Fue hasta el pasado 25 de diciembre que reabrió sus puertas el día de su fiesta patronal. Desde ese día una serie de sucesos han desencadenado, no solo mi preocupación, sino algunos ápices de enojo, sobre todo, con quienes están dispuesto a sacrificar la identidad de un pueblo por explotar económicamente, lo más posible, la mágica belleza de lo que representa.